El artículo de Anthony Scott, How to Tell If a Company Is Good at Innovating or Just Good at PR, me hace reflexionar no sólo sobre la innovación desde el ámbito privado sino también desde el punto de las administraciones públicas.
El artículo de Scott publicado en la Harvard Business Review realiza un análisis sobre los deseos de transmitir que toda empresa se asemeja en algunos aspectos a Google, Amazon, Apple, Pixar o Tesla. Según Scott, las prácticas de relaciones públicas empresariales se enfocan hacia la transmisión de ese mensaje, aunque considera que ese mensaje puede convertirse en una trampa tendida por ellas mismas autoconvenciéndose realmente lo que difunden.
Para el autor, la innovación debe enfocarse de una forma estratégica, buscando y generando mecanismos de innovación de forma rigurosa, dando recursos de una forma continua y decidida, monitorizando y analizando metódicamente el entorno, la competencia, los nuevos desarrollos… La innovación debe ser alimentada cuidadosamente y no es suficiente con la contratación de un director de innovación. A ese director se le debe dar los recursos técnicos y humanos suficientes para que pueda cristalizar en acciones concretas. Scott incide que no es suficiente con acercarse a las startups o con crear o apoyar una incubadora para empresas, se debe saber qué, para qué y qué se espera obtener realizando esas inversiones.
Volviendo al principio del artículo, la innovación también se ha convertido en una arma política y la necesidad de convertir en un “país en innovador” se ha convertido en algo perentorio durante la presente crisis económica. Los responsables públicos han tratado de defender la necesidad de construir el próximo “Silicon Valley” o crear el próximo “MIT” en España. Pero parecen obviar que para que un ecosistema innovador como tal emerja, son necesarias varias variables y no sólo la buena voluntad y una breve inyección económica.
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Social. El miedo al fracaso tiene una fuerte raigambre en la consciencia colectiva española. El discurso político ha tratado de potenciar la superación de esos estigmas mediante la palabra “emprendimiento” y la necesidad de generación de proyectos empresariales nuevos. Pero sólo con una palabra no es posible superar una idea fijada durante lustros, añadiéndose la falta de una cultura económica lo suficientemente sólida.
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Cultural. El nacimiento de toda empresa parte de la necesidad de encontrar la demanda con su oferta. Sin embargo, muchas personas que fueron despedidas inician sus propios proyectos sin tener en cuenta el ámbito económico en el que se mueven. Muchos nuevos emprendedores lanzan sus proyectos dentro del sector económico desde el que salieron sin tener presente si la demanda será suficiente o si hay otras empresas que están sustituyéndoles. Un ejemplo es el caso del sector de la marroquinería durante la primera década del siglo XXI que fue diezmado por las importaciones chinas. Nuevas empresas surgieron tras el cierre de las anteriores sin tener presente que el juego había cambiado y que no podrían competir con los menores costes chinos.
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Económico. El miedo al fracaso no sólo es social sino también económico. No existe una cultura inversora en España y se considera que el inversor español suele tener un perfil conservador. Desde el sector financiero, existen muy pocas Venture Capital en España. Además, los análisis de créditos en el sector financiero está más estandarizado que el estadounidense y se desarrolla en base a criterios distintos.
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Educativo. La formación de los trabajadores españoles es buena, sin embargo se ha acusado a la universidad de vivir desconectada de la realidad empresarial española. Esto puede estar cambiando por factores indirectos como la reducción de plazas docentes en las universidades, lo que provoca que el talento se tenga que desplazar hacia el sector privado o hacia la creación de nuevos proyectos empresariales. Gracias a ello, están surgiendo nuevas startups desde el ámbito educativo más enfocadas al sector privado y con un modelo de negocio adecuado.